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Blanco níveo


Por estos lares la nieve resulta algo excepcional. Y, cuando llega, provoca reacciones de toda índole. La primera es ilusión. Nos ilusionamos y asombramos. La observamos caer con una emoción desbordada, como lo hace un niño, como lo hicimos nosotros mismos en nuestra niñez. A pesar de las molestias que ocasiona a muchos niveles, parece que el augurio de buenaventura sobrepasa en alto grado a los inconvenientes prácticos. También nos genera un ímpetu por pisarla, tocarla, interactuar con ella y, por supuesto, que nos haga cosquillas en la cara. Momentos felices.

Para mí hay dos cosas sobresalientes de este elemento que me seducen y me atrapan. Una es su color. La nieve posada, sin mácula, es de un blanco sobrenatural. Pura luz, fría, pero luz, de la que no molesta mirar. Lo he comprobado hoy. Todo lo que yo creía blanco: el pelo de mi gata Umeboshi, las sillas de plástico del jardín, los desconchados calíferos del muro, han resultado amarillentos o ligeramente oscuros, junto a la superficie nívea.

La segunda característica seductora es el silencio. Absolutamente envolvente dentro de su vacío. En nuestro mundo, observadlo, todo lo que vemos en movimiento genera un sonido, leve o intenso, susurro o estruendo. Parece una norma de la naturaleza. Sin embargo, cuando nieva, podemos ver caer los copos inundando todo lo que nos da la amplitud visual en total silencio. Produce una verdadera paz.

Luego llegan los niños con sus padres a deslizarse en trineo, a pasear al perro, a tirarse bolas, pasa la máquina quitanieve, el tren solitario, el suzuky del agricultor o la moto adolescente y se acaba el silencio. A cambio, se respira una alegría especial, y a una se le dibuja en el rostro una sonrisa más grande que la del muñeco de nieve que esculpiré mañana. Será una mañana de un blanco níveo de nuevo.

9/1/2021

[Imagen: "La sorpresa del roscón/ya no es Navidad". Marisa Lanca]


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