En mis paseos campestres me encuentro cada vez más a menudo con elementos brillantes y coloristas que destacan entre la vereda del camino. Ellos, ahí recostados, me dan los buenos días. Y a mí, en lugar de una sonrisa, no pueden sino arrancarme un exabrupto que lanzo al aire sin contemplaciones. Son latas de refresco usadas, abandonadas a su suerte, en un lugar equivocado. Basuraleza. Me vienen a la memoria los viajes familiares de mi infancia. Eran largos trayectos. El más repetido llevaba la ruta Alcañiz-Valencia, por unas carreteras de interminables curvas. Había que detener el coche varias veces para solucionar un recurrente problema: “Papá, me mareo…”. Entonces mi madre preparaba un rápido tentempié mientras mi padre buscaba una lata. Sí, entre pinos y rocas desde luego no era tarea fácil, pero al final lograba el preciado objeto. Normalmente se trataba de un viejo bote de conserva o una lata de sardinas oxidada, pues a principios de los años 70 todavía no existían las bebidas
Una de cal y otra de arena. Una selección de mis artículos de actualidad. Mi columna de los sábados. Por Marisa Lanca