Había una vez un ser masculino, muy masculino y mucho masculino, que adquirió una fama notable, notablemente superior a la que ya poseía, por un acto que él consideró normal y normalizado, pero que al resto de la sociedad le pareció un verdadero despropósito. La cosa es que dicho acto, acontecido en medio de una gran celebración deportiva donde toda España se congratulaba con una selección femenina, muy femenina y mucho femenina, a la par que victoriosa, y en el que la presencia real contribuía a otorgar un punto extra de femineidad a la causa, dicho acto, decía, originó un tsunami de críticas mordaces al despropositor, a la vez que otra ola enorme de solidaridad con la despropositada. Y el despropósito fue concebido inmediatamente como hecho no consentido, y por tanto, agresión. A este caballero, llamémosle “el piquitos”, señor de los despropósitos, pues seguro lo era por muchas otras razones diferentes o parecidas a la que aquí nos ocupa, se le conminó a pedir disculpas y no supo hac
Una de cal y otra de arena. Una selección de mis artículos de actualidad. Mi columna de los sábados. Por Marisa Lanca