Hablemos de tapar, tapaderas y tapujos.
La gran paradoja de la obra teatral que representamos ante el mundo consiste en que pretendemos mostrar una imagen divina y demostrar una actitud de seguridad, y a la vez consentimos que el dueño del teatro nos corte las alas soñadoras censurando nuestros supuestos dislates, tápese por favor. Mientras tanto, todo aquello que queremos ocultar, lo íntimo, lo doméstico, nuestras miserias o pecados, todo eso es absorbido en forma de datos algorítmicos por los grandes mecenas de este espectáculo. C’est la vie. Pagamos un precio, siempre.
Enlazo lo de tapujarse con un personaje que me ha cautivado
[gracias, Irene Vallejo]. Se llamaba Arquíloco. Poeta y guerrero mercenario
griego del siglo VII a.C. Cuando partía a la guerra su madre le insistía en que
al regresar lo hiciera con su escudo o sobre él. Era la forma digna de volver:
vencedor o muerto. No cabía ser un desertor. Pero nuestro guerrero eligió ser
lo que entonces llamaban un “arrojaescudos”. Ante perder la vida o ganar el
sustento no tuvo dudas. De este modo podía comprarse otro escudo mejor y seguir
peleando en más guerras; así lo hizo durante décadas y así pudo escribir sus versos.
¿Cobardía o pragmatismo? Simplemente amaba la vida “que ya no se puede
recuperar ni comprar en cuanto el último aliento atraviesa la empalizada de los
dientes”. Brutal y sin tapujos. Un antihéroe, como a él le divertía
presentarse, descarado, realista y ridiculizador de convenciones. Irrumpió en
la lírica griega como el primer poeta en tomar la propia vida como referente.
Además, con una sinceridad desafiante.
[Imagen: “Carnicero” de Mon Laferte –cantante–]
13/2/2021
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