Me produce un especial placer manipular la tierra con las manos desnudas.
Tierra como materia, como la define la rae en su tercera
acepción: material desmenuzable de que principalmente se compone el suelo
natural.
Llevo unos días trasplantando hierba, que nace donde no debe,
a trozos del jardín que se han quedado ‘calvos’. Es una tarea lenta, pacífica, alguien
diría que ridícula. Ahora me agacho aquí, cavo cuidadosamente para sacar el
mechón verde con su raíz de entre las piedrecillas, después me levanto, me
acerco hasta el lugar de destino, vuelvo a agacharme, cavo de nuevo para hacer
un agujerillo de tamaño acorde al penacho, introduzco la plantica ayudándome de
un utensilio con punta de pie de cabra, y finalizo empujando la tierra con los
dedos para apelmazarla bien. Claro está que acumulo varias briznas de vez y las
planto consecutivamente.
En esta entretenida labor, suelen observarme mis dos
huéspedes gatunos: Canelo y Umeboshi. Merodean, se interponen entre mis
rodillas y el suelo, juegan a hacerse carantoñas alrededor o en medio de la
miniplantación. Y no puedo más que apartarlos dulcemente hablando como si me
entendieran, mientras el sol, tímido, comienza a darme en la ‘lomera’ que queda
al descubierto por la postura.
Transcurrida casi una hora, el cuerpo se resiente. Cuesta
enderezar el esqueleto y ponerse de pie. Observo mis manos. Las uñas cobijan
una buena dosis del marrón elemento. No importa. Levanto la cabeza y fijo la mirada
en la lejanía. Un barrido visual me hace transitar por el pardo de los montes,
el rosado de frutales en flor, el verde de las tablas de cereal y el ocre del
camino. ¡Qué suerte!, me digo, aunque el sol se haya escondido otra vez bajo el
gris infinito.
Los otros habitantes acogidos, los gallináceos, también son
amantes de la tierra. Están preparados con unas excelentes herramientas para
escarbar en ella y extraer su alimento vivo. En su momento de recreo-paseo
libre, debo vigilarlos muy atentamente, pues en unos segundos pueden dar al
traste con el resultado de mi laboriosa entrega. De vez en cuando lo hacen. Aunque
me arrancan algún exabrupto, siempre los perdono: porque sus cacareos me
alegran el oído y sus huevoazules el gusto.
Dicen que la felicidad está en las pequeñas cosas. Para mí
estos simples instantes placenteros, donde la mente se relaja mientras las manos
interactúan con la tierra, constituyen un verdadero bálsamo, y más aún,
sabiendo que estoy creando nueva vida.
La tierra es vital. Nos da de comer. Es el único futuro que
podremos pisar. Sí, nos tragará. Y gracias a ello la vida continuará.
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