Tengo una gata, Umeboshi, que está a punto de parir, y un gato, Canelo, que es su hermano. Su madre, Princesa, tuvo siete lindos gatitos que fue criando hasta que se hicieron casi adolescentes. Todos eran muy felices y yo también observando su evolución.
Un día Princesa consideró que ya les había enseñado lo suficiente
para saber sobrevivir, el conejico que como buena madre cazaba a diario no daba
de sí para semejante prole ya carnívora devoradora, y decidió cambiar de hogar.
Quien quiso la siguió, ayudó a algún indeciso o indecisa, y todos
desaparecieron a excepción de Canelo. El nombre se lo asigné por el color de su
pelo, pero también por su timidez. Igual me equivoqué y realmente supo decidir
bien. Al fin y al cabo, aquí contaba-cuenta con su ración segura de pienso,
algún resto de comida sobrante y mimos a diario.
El caso es que, pasado un mes de la huida, cual hermana pródiga, regresó la hermosa de ojos verdes Umeboshi. No debió de gustarle la vida nómada de su familia o quizá se apiadó de su pobre y solitario fratello. No veáis la de saltos de alegría, volteretas y cabriolas que dio Canelo al reconocerla. Fue un auténtico festival. De esto hace ya unos meses.
Después de pasar por estos lares algún
que otro gatazo enamorado en noches de luna grandiosa, maullidos varios, peleas
e infructuosos intentos por parte de Canelo para defender la honra de la sua sorella, que para él es sólo
suya, Umeboshi tiene ahora la misma panza que tuvo su madre: como si se hubiera
tragado una bola del mundo.
Hoy, mirando por la ventana que da al jardín, me he
encontrado con la tierna estampa de ambos congéneres gatunos recostados a la
sombra bajo el cerezo, uno junto a la otra, mimándose, haciéndose carantoñas y
dejándose hacer. Canelo, como queriendo expresar: no te preocupes, sigo a tu
lado, yo te cuido y te acompaño. Y Umeboshi: vale, querido, estoy tan cansada…,
que te lo agradezco.
La escena me ha hecho pensar en lo valioso de sentirse en compañía.
Sobre todo en momentos difíciles. Cualquiera podría opinar también lo
contrario: mejor solo que mal acompañado. Y es cierto que la soledad resulta en
ocasiones muy necesaria para encontrarse consigo mismo, para demostrar la
autosuficiencia, o reafirmar un espíritu independiente, pero siempre como
estado transitorio. Creo que no es bueno mantenerla indefinidamente, aunque
obliguen las circunstancias.
“Compañía” deriva del latín compania, formada por la preposición cum (‘con’) y el sustantivo pan-panis (‘pan’). Así pues, define un
conjunto de personas que comparten el mismo pan, es decir, que hacen vida
común. Me parece precioso el origen de esta palabra.
En definitiva, se trata de compartir. Unos comparten
amistad, otros una aventura, una tarde de cervezas, experimentos científicos
propios en un congreso, un paseo, el conocimiento con alumnos, un décimo de
lotería, unas risas, una jornada laboral, un secreto, el bocadillo, una
experiencia a través de un libro, la cama, unas torrijas, el dolor, un
instante, y hasta la vida entera. Existen infinitas formas de sentir la
compañía de otro; igualmente de ejercerla uno mismo, es decir, acompañar.
Somos seres sociables. No lo olvidemos. Y, aunque en la
distancia no podemos compartir el pan, sí sabemos mostrar cómo nos lo comemos o
contar con palabras lo bien que sabe. Mantengamos el hilo de la comunicación.
Ahí, al otro lado, hay alguien que lo agradecerá.
3/04/2021
[Imagen: "Niza, la hermana perdida". Marisa Lanca]
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