Al hablar de honestidad nos referimos a una cualidad humana basada en la decencia, el pudor, la dignidad, la sinceridad, la justicia, la rectitud y la honradez. Es fundamental para entablar relaciones interpersonales basadas en la confianza y el respeto. La honestidad no antepone a la verdad sus propias necesidades o intereses. Es un código de conducta coherente, donde las acciones del individuo son consecuentes con lo que piensa, dice y predica. Alguien honesto lo es, sobre todo, consigo mismo. Fundamental, queda claro.
Por supuesto que en este mundo existen personas honestas, no está todo perdido. Gracias a ellas nos mantenemos en pie, nos amamos, discutimos, construimos y creamos. Pero vivir con la honestidad como seña es tarea ardua, y más cuando los modelos contrarios nos sobrevuelan cual buitres carroñeros que carcajean y se relamen observando el panorama desde los cielos del bienestar.
Obviaré a esos buitres, que siempre los ha habido y los habrá, para centrarme en una altura media. Los tordos, por ejemplo, más cercanos y menos mayestáticos. Esos pájaros… (yo les llamaría ‘pajaros’) a los cuales se les ve venir porque son negros, cuyo canto confunde porque es agradable, y cuando te das la vuelta ya se han llevado las mejores cerezas, a tus espaldas. Sólo por endulzarse el buche, por pura gula, avaricia o placer, pueden picotear decenas de ellas y abandonarlas malheridas sobre la tierra que las vio nacer. Tienen otra cualidad curiosa: son capaces de virar su dirección de vuelo automáticamente en 180°, cuando huelen que van a verse atacados. No se les puede tachar de deshonestos, pues pertenecen al reino animal.
Pero trasladen su forma de actuar a la especie humana. Encontrarán múltiples ejemplares. Y, si nos fijamos en la subespecie política, el panorama se torna de un oscuro ‘tordil’. Algunos se les ve el plumero de lo mucho que picotean de aquí y de allá, otros se ceban en un solo árbol para atiborrarse placenteramente escondidos a su sombra, unos cuantos llegan disfrazados de mirlo blanco y luego espantan con su grajeo al tordo más pintao. A alguno, por su habilidad en los giros con sus alas, incluso le han fabricado una casita muy cuqui con un cartel que reza: Oficina del Español. Basta, basta. Se me atraganta tanta honestidad.
La verdad es que un político lo tiene muy complicado a la hora de ser completamente honesto. Ahí está la disciplina de partido, todos con la mascarilla de fidelidad. Ahí está el “donde dije digo, digo Diego”, porque ahora no puedo. Ahí los euros públicos de atrayentes colores. Sí, oigan, pero no olviden que ahí están también la reflexión, la renuncia, la dimisión, el apartarse, dar la cara y dar una explicación.
Pueden sacar a flote una honestidad venial, confesando sus pecadillos y faltas leves. Probablemente mantendrán su estatus y les perdonaremos votándoles de nuevo. O pueden hacer gala de una honestidad normal, con sinceridad permanente de principio a fin. El fin, claro, será o una retirada voluntaria a tiempo o una defenestración obligada. Pero yo, siéndole honesta, habré añadido un héroe a mi lista, que es bien corta.
Y, desde luego, a nadie puede pedírsele una honestidad brutal, salvo a Andrés Calamaro, y éste ya nos la ofreció en forma de disco en 1999. Para regocijo de muchos, la menda incluida.
Por supuesto que en este mundo existen personas honestas, no está todo perdido. Gracias a ellas nos mantenemos en pie, nos amamos, discutimos, construimos y creamos. Pero vivir con la honestidad como seña es tarea ardua, y más cuando los modelos contrarios nos sobrevuelan cual buitres carroñeros que carcajean y se relamen observando el panorama desde los cielos del bienestar.
Obviaré a esos buitres, que siempre los ha habido y los habrá, para centrarme en una altura media. Los tordos, por ejemplo, más cercanos y menos mayestáticos. Esos pájaros… (yo les llamaría ‘pajaros’) a los cuales se les ve venir porque son negros, cuyo canto confunde porque es agradable, y cuando te das la vuelta ya se han llevado las mejores cerezas, a tus espaldas. Sólo por endulzarse el buche, por pura gula, avaricia o placer, pueden picotear decenas de ellas y abandonarlas malheridas sobre la tierra que las vio nacer. Tienen otra cualidad curiosa: son capaces de virar su dirección de vuelo automáticamente en 180°, cuando huelen que van a verse atacados. No se les puede tachar de deshonestos, pues pertenecen al reino animal.
Pero trasladen su forma de actuar a la especie humana. Encontrarán múltiples ejemplares. Y, si nos fijamos en la subespecie política, el panorama se torna de un oscuro ‘tordil’. Algunos se les ve el plumero de lo mucho que picotean de aquí y de allá, otros se ceban en un solo árbol para atiborrarse placenteramente escondidos a su sombra, unos cuantos llegan disfrazados de mirlo blanco y luego espantan con su grajeo al tordo más pintao. A alguno, por su habilidad en los giros con sus alas, incluso le han fabricado una casita muy cuqui con un cartel que reza: Oficina del Español. Basta, basta. Se me atraganta tanta honestidad.
La verdad es que un político lo tiene muy complicado a la hora de ser completamente honesto. Ahí está la disciplina de partido, todos con la mascarilla de fidelidad. Ahí está el “donde dije digo, digo Diego”, porque ahora no puedo. Ahí los euros públicos de atrayentes colores. Sí, oigan, pero no olviden que ahí están también la reflexión, la renuncia, la dimisión, el apartarse, dar la cara y dar una explicación.
Pueden sacar a flote una honestidad venial, confesando sus pecadillos y faltas leves. Probablemente mantendrán su estatus y les perdonaremos votándoles de nuevo. O pueden hacer gala de una honestidad normal, con sinceridad permanente de principio a fin. El fin, claro, será o una retirada voluntaria a tiempo o una defenestración obligada. Pero yo, siéndole honesta, habré añadido un héroe a mi lista, que es bien corta.
Y, desde luego, a nadie puede pedírsele una honestidad brutal, salvo a Andrés Calamaro, y éste ya nos la ofreció en forma de disco en 1999. Para regocijo de muchos, la menda incluida.
3-07-2021
[Imagen: “Spirals”. Louise Bourgeois]
Buenisimo
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