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La sal de la vida


Entendemos que la sal es algo bueno de por sí.

Ignorando la parte química del asunto, se trata de un producto que tuvo un importante valor en tiempos ya lejanos debido a que su consumo no sólo es una necesidad humana, sino que permite además conservar los alimentos y prolongar su vida comestible.
Objeto de mercadeo durante el Imperio romano, originó la creación de rutas de la sal específicas para su transporte. Incluso el pago a los legionarios se efectuaba con una cantidad de sal denominada salarium y hasta los mayas la emplearon como moneda. Los intereses por el control de los depósitos salinos, los mercados y también los impuestos aplicados a su consumo han provocado a lo largo de la historia infinidad de guerras, revueltas y protestas. Una de las últimas fue la Marcha de la sal, protagonizada por Gandhi en la India del siglo XX, que posteriormente provocó su independencia respecto del imperio británico.

La sal es posiblemente el aditivo más antiguo y más usado en alimentación. Proporciona a los alimentos uno de los sabores básicos, el salado, es generador de apetito, estimulador de su ingesta, y muchos de ellos poseen etimologías procedentes de la palabra sal, como las salsas, ensaladas, salmorejo o las salchichas (del latín salsus ‘en sal’).
Y además está el mar. ¡La mar salada!
Todo son ventajas. Por eso asociamos la sal con la alegría, el salero con la gracia, la salsa con un baile de sonrisas y meneo, los adjetivos salada y salerosa con la gente divertida.

Hace ya unas décadas que los consejos médicos nos orientan hacia una cierta privación de sal en nuestro consumo alimenticio. Por salud (sal-ud, qué paradoja). Y tengo la sensación de que, en lugar de llevarlo a cabo en el terreno nutricional, lo hemos aplicado a nuestra forma de vivir, de expresarnos, de tomarnos las cosas que nos vienen del derecho o del revés. ¿Nos hemos vuelto sosos, insulsos, desaboridos, insípidos? Creo que bastante.

Leo y oigo discursos, artículos, declaraciones, tuits, conversaciones varias, y noto que la mayoría son o políticamente correctos o insultantemente zafios o aburridamente vacíos. Siempre, salvo felices excepciones. En general, echo de menos una puntica de sal, ese toque de humor inteligente, esa pizca de frescura culta, el aditivo del ingenio.

Decía Remy de Gourmont: “El sarcasmo es italiano, la ironía francesa”. Podríamos añadir que la picardía es española. Y en ella incluimos la retranca gallega, la socarronería andaluza y la sorna aragonesa ‘a lo somarda’, todo muy bien reflejado en la extensa paremiología que nos define tan estupendamente.

Teniendo el sarcasmo un tono mordaz y la ironía un toque de burla fina y disimulada, optemos mejor por algo más nuestro y aprendamos a introducir en nuestras expresiones el punto bellaco de la sorna, el astuto y guasón de la socarronería, o el bonachón de la retranca. Sacudiéndonos el salitre, compartiendo risas y sonrisas. Como lo hace una persona muy salada, genial contador de historias, sobre todo de las suyas propias. Se llama Ángel Pérez Giménez. Escribe en el Diari de Tarragona cada semana sus “Cartas de un puma” (‘puma’: puto maño) y en su web ‘No somos nadie (blog de un canceroso)’. Entenderán que se trata de una de esas felices excepciones de que hablaba. La sal de la vida. Ojalá cunda el ejemplo.

[Artículo publicado en periódico La Comarca, Opinión Independiente. Viernes 3/09/2021]

[Imagen: "Comets" 1938. Wassily Kandinsky]

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