Acabo de realizar un viaje a Alcañiz, muy deseado por amor paterno-filial y reencuentros familiares. Ha sido justo a las puertas de la primavera con tiempo todavía bastante fresco. Y nunca me habían llamado tanto la atención estas aves como hoy. Ciconia ciconia: lo que viene siendo la cigüeña blanca.
En el trayecto desde Zaragoza a mi tierra madre, como esta vez iba liberada de volante, he tenido a disposición mis ojos para lo que no era asfalto y así he podido observar los innumerables nidos que jalonan las torres eléctricas, sobre todo por la zona de Quinto, Fuentes y el Burgo, de Ebro. Resulta impresionante la conquista del territorio metálico en altura, a lo largo de lo que abarca la vista en este paraje, con el gran río paralelo a la carretera. El vuelo de las cigüeñas es incesante.
Esta mañana de domingo, desde el balcón de casa de mis padres, podía seguir observándolas. Tienen su asentamiento principal en la torre de la Iglesia de Santo Domingo. Desde luego, poseen una bella visión centinela. Después, en el obligado paseo cruzando el puente, escudriñando el Guadalope lleno de patos y escaso de agua, observando todas las construcciones del Muro de Santa María, echando el ojo en cada callejuela de mi niñez, subiendo por las Monjas hasta culminar en la plaza de España, tras estudiar con detenimiento toda la renovada fachada del Ayuntamiento y la Lonja, al volver la vista hacia la impresionante iglesia de Santa María la Mayor, ahí estaban de nuevo: multitud de cigüeñas alineadas entre los pináculos redondeados del frontal triangular barroco, como queriendo enriquecer todo el perfil a modo de elementos decorativos. Me he quedado con la boca abierta por la sorpresa. Juegan a mimetizarse con el arte y hacerlo cambiante, revoltosas ellas. Continúo el recorrido de descenso por mi querida calle Mayor, haciendo un quiebro inesperado por el callizo del Trinquete hasta la calle Panfranco, cuyo pavimento conserva las mismas losas centrales de cuando jugábamos de críos a saltar al burro. Llego directa a las torres de la muralla y, antes de cruzar la pasarela, me giro y alzo la mirada sobre el muro de Santiago hacia el balcón de lo que era mi cuarto hace ya como cincuenta años, hoy lleno de ropa vieja tendida y donde una mujer extranjera con la cabeza cubierta con pañuelo, sentada en el suelo, trata de consolar a un bebé. No parecen felices. Yo sí lo fui. Todo cambia tanto…
Todo menos las cigüeñas, que cada año llegan, construyen, anidan, se aparean, ponen sus cuatro huevos, incuban y alimentan a los polluelos hasta que se valen por sí mismos. Son aves simpáticas, poco miedo entre ellas y los humanos. Resulta agradable verlas desenvolverse por el cielo y en su hogar, altruistas en su acicalado y salerosas con su crotoreo tan afín a nuestras castañuelas joteras. Sean bienvenidas siempre, como la alegría primaveral.
De regreso a Zaragoza y, de nuevo, a la altura de Fuentes de Ebro, bandadas de ciconias-ciconias. Inopinadamente una de ellas se ha unido unos segundos a nuestro trayecto, volando muy cerca en paralelo. Portaba una rama muy historiada, con flecos. Me ha guiñado un ojo. Y, sonriendo, he pensado: sé que no vas a traerme un bebé, pero me basta con pensar que me llevo de Alcañiz algo mejor, ¡gracias!
21/3/2022
[Imagen: Grabado de Edouard Traviès 1835, Galerie Napoléon, Paris]
[Artículo publicado en periódico La Comarca, Opinión Independiente. Viernes 25/3/2022]
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