En uno de los primeros cursos que realicé en la Escuela de Artes de Zaragoza me topé con una asignatura extraña. Se llamaba Naturaleza, materiales y tecnología.
Recuerdo perfectamente a la profesora: de aire algo hippy, como risueña y triste a la vez y con la mirada enfocada al infinito muy a menudo. En su ensimismamiento, de repente reaccionaba clavando los ojos en cualquiera de los alumnos, a la vez que formulaba una pregunta seria, para hacernos reflexionar.
Casi a principio de curso y tras una larga disertación sobre el porqué de la belleza de algunos objetos y la fealdad epatante de otros, nos pidió que realizáramos un trabajo especial sobre la proporción áurea en relación con lo bello. Reconozco que el tema me subyugó. Revisé mis apuntes y, sin tener una enciclopedia o un libro a mano en consonancia con el asunto [claro, recordemos que entonces no existía la red para navegar en busca de información], comencé a observar a mi alrededor. En el reducido piso estudiantil donde me alojaba entonces, finales de los 80, mi búsqueda podía rescatar bien poca cosa, ni siquiera mirando por la ventana se veía algo mínimamente atractivo.
Al final di con la clave. Sé que elegí tres cosas que me resultaban agradables por su forma, saqué una regla, medí ancho y alto, obtuve la proporción y he aquí que nació el número mágico: 1,6. No puedo recordar el primer objeto, sí el segundo: mi paquete de tabaco, y, por supuesto, el tercero: un huevo, mi preferido, ¡el más bello! Redacté mi estudio sobre los mismos, lo plasmé en varios folios con la máquina olivetti, bien aderezado con esquemas y dibujos, y lo presenté con el título de “La belleza áurea de lo cotidiano”. Para mi sorpresa, muy grata sorpresa, fue calificado con un 10 y la profe me sacó los colores ante la clase mostrando mi humilde trabajo con una gran sonrisa. Confesó que se había enamorado del mismo. Yo creo que lo del huevo le caló, y a mí también, desde luego, pues de entonces a hoy sigue pareciéndome precioso un simple huevo de gallina.
Toda esta pequeña historia viene a cuento porque he leído en el diario El País un artículo titulado ‘Por qué se debe educar en la estética y no en el lujo, según Bruno Munari’. Al diseñador, artista e inventor italiano le gustaba viajar, y allí donde se alojaba observaba y anotaba: materiales, colores, grosores y olores. Pero lo que más me ha llamado la atención, ¡no lo sabía!, es que se le recuerda como el diseñador que creía en la forma perfecta del huevo, “aunque esté hecha con el culo”. Y entenderán ustedes que al leerlo haya sonreído, como en su momento hizo mi profe, y me haya enamorado de Munari.
[Imagen: Huevo tallado, de Nguyen Hung Cuong]
27/8/2022
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