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Noches de Moscú


La ineptitud, el despotismo o la megalomanía del dirigente de un país nunca deberían ser condicionantes a la hora de sentir amor u odio por ese territorio. El pueblo que lo habita no lo merece porque ni es culpable ni debe responder por su líder, aunque se dé la circunstancia de que lo haya votado. Así, resulta muy peligroso generalizar atribuyendo a los habitantes de una nación las cualidades de su líder, o tópicos raciales definitivamente siempre injustos.

Reconozco que siempre me ha atraído Rusia. Tanto el idioma, como las tradiciones, los paisajes, los museos, la literatura y un sinfín de pinceladas culturales han forjado en mi subconsciente un ferviente deseo de visitar las tierras que un día fueron soviéticas. Cosa que todavía no he conseguido. Si me detuviera para realizar un repaso histórico de las vicisitudes oscuras provocadas por los diferentes dirigentes que han liderado el país, hasta el actual Putin, surgiría sin duda un amargor que daría al traste con mis simpatías rusas. Pero si aplico el ejercicio a cualquier otro país ¿cuál se libraría? Por eso no puedo dejar que el odio aflore, y si aflora no puedo dejar que arraigue, en ningún caso. Así surgen las guerras.

A principios de los 90 cayeron en mis manos y en mi mente sedienta unos fascículos muy atractivos de Planeta de Agostini acompañados de unos cassettes y diccionarios. Eran unos cursos de idiomas lanzados a muy buen precio. No me resistí y compré los primeros de italiano, alemán y ruso. Por supuesto, mi interés se centró en el más difícil, el ruso, e invertí bastantes horas en familiarizarme con el alfabeto cirílico y hasta llegué a aprenderme unas estrofas de una canción popular titulada “Noches de Moscú”. Pasaron los años, todo había quedado relegado en lo alto de una estantería, hasta que una compañera de trabajo se embarcó junto con su marido en la adopción de una niña rusa. ¡De qué manera viví aquella aventura triste pero con final feliz! Tan intensamente que mi mente, sin saber por qué, rescató la vieja canción y la canté palabra por palabra como si la hubiera aprendido en ese momento. Todavía me la sé, la entono a menudo.

Ahora me encuentro leyendo una novela de Irving Wallace, “La segunda dama”, donde la KGB hace de las suyas, una actriz rusa realiza el papel de su vida y la maquinaria del Kremlin funciona a la perfección. Lo estoy pasando requetebién, mejor que si estuviera viendo la película que nunca se ha realizado; ignorando la cruda realidad de una guerra que no termina, pero terminará ahogándonos a todos. En mi universo particular, aquí paz y después gloria. Moscú, espérame. Tus noches también son las mías. Y los nombres rusos son tan bonitos…

[Imagen: Rudolf Nureyev (1938-1993)]

17/9/2022

 

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