Encajar las piezas de un puzzle es una misión que para unos resulta divertida y para otros tediosa, exasperante o incluso motivo de sufrimiento.
Y es que la vida es un puro rompecabezas. Nuestra labor consiste en un continuo jugar a resolver sudokus, puzzles, sopas de letras, adivinanzas, los siete errores, las diez diferencias, enigmas ocultos, jeroglíficos, crucigramas, en fin, acertijos varios. Y digo jugar en el sentido de pasatiempo, entretenimiento o distracción. Pero, en sentido opuesto, existe el matiz de fastidio, trabajo o molestia a la hora de tomar esa labor como un problema.
Personalmente, siempre he profesado una debilidad especial por los juegos de piezas. Construir, encajar, buscar el hueco preciso, ordenar, disponer armónicamente, son actividades que activan mi cerebro y a la vez relajan el sistema nervioso alterado por circunstancias externas. De hecho, creo que mi actividad laboral se forjó respondiendo a esa afición. La maquetación y el diseño gráfico tienen como función esencial encajar textos e imágenes en un espacio definido de la forma más bella, armónica y eficiente; es organizar atractivamente un batiburrillo, ordenar el desorden, o quizá crear un caos perfecto a partir de una estructura aburrida. ¿Que para ello hay que romperse la cabeza? Pues sí. Como para todo.
Romperse la cabeza es una expresión hiperbólica, mas se comprende a la primera. Ahí tenemos la materia gris, que es un color frío al máximo. Conviene machacarla frecuentemente, romper conexiones, insuflarle calor, para que torne a colores vibrantes. No hay problema, las neuronas se desarrollan con nuevo vigor, dispuestas a trabajar con más brío aún.
En cierta ocasión me regalaron un juego de piezas de madera, como un tetris en 3D. Consta de siete piezas diferentes que adecuamente combinadas forman un cubo. Por supuesto, sé de memoria cómo construirlo en siete segundos, pues ya me resulta sencillísimo. Ahora, lo que en realidad me hace disfrutar es mostrarlo y enseñar su mecanismo a cualquier criatura que viene a mi hogar. Lo guardo como un tesoro y lo saco de su contenedor como tal, esparciendo las piezas sobre la mesa. Tomo cada maderita, una a una, las giro entre mis dedos y vuelvo a dejarlas. Los ojos de Calíope, mi nieta, se abren a la curiosidad y observan minuciosamente. Comienzo a colocar la primera, asociándole un nombre de un objeto similar, luego la segunda, y así sucesivamente, señalando el hueco y la siguiente pieza que va a taparlo, hasta formar el cubo final, la forma perfecta. Me encanta derribarlo y animar a mi niña a que inicie ahora su propia aventura de construcción. Noto que ella también disfruta. Y yo soy feliz.
Así, pero a otro nivel, la vida te lanza sus piezas a golpes. Hay que encajarlos. Primero debemos atrapar las piezas al vuelo o recogerlas del suelo, después ponerlas sobre la mesa, observarlas, valorar sus medidas, buscar el sitio donde colocar cada una, cambiarlas de posición, jugar y jugar hasta que ajusten en nuestro tablero. Cuando lo hayamos conseguido y el gozo sea pleno, surgirá una mano “celestial” que con un movimiento súbito borrará de un plumazo la estabilidad de nuestra figura lograda. Y vuelta a empezar un nuevo rompecabezas.
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