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Justos y pecadores

 


¿Creemos en la justicia? Me hago esta pregunta a menudo, no sé ustedes. Y, claro, la respuesta llega en principio mediatizada por la propia experiencia. Si hemos pasado delante de un juez y  la sentencia nos ha beneficiado la tendencia será positiva. En caso contrario, si nos ha perjudicado y hemos calificado el resultado como injusto, responderemos con una negativa.

La realidad actual mediática nos ofrece un panorama judicializado hasta el hartazgo puro y duro. Cualquier acto, cualquier palabra, y ahora hasta cualquier sospecha, se convierte en blanco de amenazas justicieras o directamente en demandas, investigaciones, imputaciones o casos reabiertos, con la consecuente difusión por parte de los medios, sedientos de morbo noticiero.

Si, la justicia es necesaria. Así también el sistema que la sustenta: jueces, abogados, fiscales, y las propias leyes escritas, como base y fundamento. Una quiere confiar en que el derecho ampara a todos los ciudadanos por igual y se aplica de forma correcta. Pero, ahora que la magistratura en todos sus estamentos está tan en candelero, me pregunto: ¿Hasta qué punto confiar en que un juez, persona como tú y como yo, sujeta a sus particulares debilidades o por sus fortalezas magistrales, sepa administrar siempre la ley con frialdad, rectitud, aislándose de cualquier presión externa, incluso de sus propias convicciones ideológicas? Desde mi punto de vista, la línea que separa la honestidad de la corrupción por intereses varios cada día es más delgada. Y en cuestiones de políticos, diría que está quebrada hace tiempo.

Algo no funciona en el sistema judicial cuando casos flagrantes, con delitos evidentes y pruebas vivas son sobreseídos, suspendidos o cerrados por ¡defectos de forma!, por ejemplo. ¿Cómo es posible? La culpabilidad del actor se traspasa entonces ¿a quién? ¿Al magistrado? ¿Al fiscal? ¿Quién se ha equivocado o ha hecho mal su trabajo? Y cuando un caso prescribe ¿a qué o quién lo achacamos? ¿A la lentitud de la administración competente? Además, se puede añadir que el entramado estamento confunde a cualquiera que sea lego en la materia: Audiencia provincial, Tribunal Superior de Justicia, Audiencia Nacional, Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo, Juzgados de Primera instancia, Tribunal de la Haya… En definitiva, un árbol muy alto de trepar para que una causa justa vea el cielo, y que la mayoría de las veces ya no depende del grado de justedad de la misma, sino de la cantidad de emolumentos con que se cuenta para pagar a los mejores abogados. ¿Y quién juzga a la Justicia cuando peca? Acabamos juzgando nosotros mismos. Nuestro sentido común emite el veredicto: la Justicia es culpable. Y, si la Justicia es culpable, ¿quién es inocente? ¿Dónde están los justos?

Siempre se ha dicho que la Justicia es ciega, y así la representaban los antiguos romanos: mujer con venda en los ojos, portando una balanza y una espada. La idea de ceguera hacía referencia a que no otorga favoritismos a nadie; se basa en los hechos, medidos en la balanza; y aplica con vigor las sentencias, de ahí la espada. Quizá hoy debamos actualizar el concepto y pensar en que se pone la venda porque no quiere ver (no hay peor ciego…), que los platos de la balanza están ocupados por billetes y títulos, y que en la mano porta un micrófono. La estampa se adecúa más a nuestro tiempo de pecadores que no pagan nunca.

Imagen: John Portuguez Fucigna 'La Justicia y el Pueblo [Alegoría de la Justicia o Themis y el Pueblo]' 1965, bajorrelieve. Costa Rica.

[Artículo publicado en periódico La Comarca, Opinión Independiente. Viernes 2/8/2024]


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